Los poetas y los piratas no son los mismos. Los piratas dicen que no pueden ser poetas. Sus manos son rudas hay sangre en sus manos. Disfrutan del botín y de las putas, toman rehenes, no piden cuartel, asaltan conventos, degollan a sus enemigos. Los piratas no piden perdón, no piden favores. No le deben nada a nadie porque nada tienen. Todo el oro yace en el fondo del mar, en los putanares de las islas del Caribe o en cualquier taberna mugrosa que pudiera ofrecerles un whisky cuyo elixir es la fuente misma de la vida. Los poetas quieren ser piratas. Pero sus manitas de maniquí tiemblan. Son incapaces de sostener un acero, no romperían ni siquiera un hilo. Escriben bellas palabras, hermosos sonetos, impecables métricas nunca antes escuchadas pero sus ojos pequeños no miran ni al futuro ni al pasado, no miran más allá de sí mismos. En lugar de botines cobran almas. Tienen miedo de perder lo poco que han tenido. Los piratas no saben que pueden ser poetas. No saben ni leer ni escribir. No les interesa. Detrás de cada mano levantada, de cada puño en guerra, de cada imperio derrotado, de cada barco tomado, de cada asedio, de cada ciudad incendiada hay poemas que van configurando la faz del mundo. Los poetas no pueden ser piratas.