Se fueron tantos y se fueron tan rápido… Ya casi no nos acordamos y apenas han pasado algunas semanas. Decidí ponerme a recordar sus caras, a contar sus nombres, a anotarlos en mi cuadernillo, a tratar de recuperar alguna de sus memorias, a pegar sus pedazos, al menos, en mi imaginación. Me dieron muchas ganas de que esta pandemia no se llevara a estos seres. Quise pegarlos en mi edredón: un nombre, una palabrita, un retruécano, una queja, un adiós, un apellido, una familia. Se fueron tantos que ya no me acordaba, pero no quiero olvidarme. Esto no ha terminado de pasar. Cuando yo me vaya me gustaría que alguien tomara una palabra, un retruécano, una hipérbole y los cosiera en mi edredón para taparse del frío en las noches como hoy donde la memoria arrecia y el viento trae extraños recuerdos.
En Insomniografías, nos sumergimos en un viaje donde el autor nos muestra los logros obtenidos a través de creaciones exclusivas de escenarios insólitos y personajes de alto impacto visual. La primera vez que estuve ante la imagen de una de las maquetas realizadas por Héctor, nunca llegué a vislumbrar que, tras ella, se encontraba este descomunal trabajo, al cual se entrega en su taller como si se tratara de una larga meditación. Pareciera que, en este recinto, este fotófago fuera lanzado de este mundo para entrar en otra dimensión donde es visitado por las musas y con el regalo de su inspiración, aunado a su disciplina y entrega, logra resultados extraordinarios que llenan de satisfacción al público más exigente.
En este trabajo está presente la figura femenina, la cuál dialoga con paisajes extraordinarios, miradas que se elevan por encima de construcciones inmensas que se minimizan ante la vastedad inabarcable del cosmos, en donde observamos edificios apocalípticos, atardeceres citadinos, cielos sobre los tejados, planetas en espiral y arquitecturas milenarias que contrastan con elementos de la cultura popular. Inspirado en películas de ciencia ficción y también en numerosas lecturas fantásticas, Héctor Gutiérrez realiza su propia propuesta a partir de un mundo donde se entrecruzan elementos de la realidad y de su propia experiencia, así como de su espacio interno, el más sagrado, el más silencioso.
Estas imágenes, al ser contempladas por vez primera, despliegan un abanico; son contenedoras de múltiples representaciones. Imposible no recordar al gran Dziga Vertov, director vanguardista de cine soviético, quien en su manifiesto escribió:
“Soy un ojo. Un ojo mecánico. Yo, la máquina, te muestro un mundo como solo yo puedo verlo. Me libero por hoy y para siempre de la inmovilidad humana. Estoy en constante movimiento Me acerco y me alejo de los objetos. Me arrastro debajo de ellos. Me muevo junto a la boca de un caballo corriendo. Caigo y me levanto con los cuerpos que se caen y se elevan. Este soy yo, la máquina, maniobrando en los movimientos caóticos, registrando un movimiento tras otro en las combinaciones más complejas.
Liberado de los límites del tiempo y el espacio, coordino todos y cada uno de los puntos del universo, donde quiera que estén. Mi camino conduce a la creación de una nueva percepción del mundo. Por lo tanto, te explico de una manera nueva el mundo desconocido para ti”.
Un fotófago es un bichito pequeñito que come luz, pero se nutre de la sombra. Viaja de rayo en rayo. Se esconde en las gavetas, hurga en las alcobas, se mete en los escotes, busca en los secretos. Es quien trata de entender lo que pasa con los cuentos cuando se cierra el libro; es quien está detrás de tus sueños y detrás de los míos.